De la España subdesarrollada a la España vacía


Las pasadas navidades, unos reyes magos muy bien informados me regalaron un libro de fotografías de José María Navia titulado "Alma Tierra". http://jmnavia.blogspot.com/ En él, su autor refleja la España rural que acogió a una parte muy importante de la población del país hasta que declinó en el último cuarto del siglo anterior. Las fotografías están hechas en pueblos de lo que se ha llamado últimamente la España Vacía, pueblos que han sufrido una despoblación tan acusada que algunos de ellos están hoy deshabitados. Se acompañan las imágenes con pequeños textos escritos por Navia y un texto final escrito por Julio Llamazares que apoyan la información de unas imágenes que por otra parte hablan por sí solas. Son fotografías que no buscan la belleza sino reflejar la realidad tal cual es y la realidad no siempre es bella. Las fotografías respiran verdad y la transmiten, aunque incomode.



El mundo que refleja el libro es el de una España rural que comenzó su declive con la modernización del país en la segunda mitad del siglo XX. Hay dos procesos que afectaron a todos los pueblos por igual y que los cambiaron radicalmente. Por un lado, a partir de los años 50, la progresiva mecanización del campo hizo que las labores agrícolas necesitasen cada vez menos mano de obra al mismo tiempo que el desarrollo simultáneo de la industria la demandaba. Se produjo por ello una emigración desde los pueblos a las ciudades que vació aquellos en un proceso que todavía hoy, después de tantos años, parece no haber terminado. Y por otro lado, en el último cuarto del Siglo XX, con la llegada de la democracia, el desarrollo económico y la entrada en la Comunidad Europea, los pueblos se dotaron de servicios a la altura de los tiempos, salieron del subdesarrollo y redujeron las diferencias con las zonas urbanas. Hubo sin embargo pueblos a los que el desarrollo no llegó antes de quedar abandonados, pueblos que pasaron del subdesarrollo al desierto. En ellos la historia se detuvo y quedaron como testimonios de esa España rural antigua y pasada que Navia también refleja en su libro.

Los pueblos, por tanto, perdieron mucha población pero al mismo tiempo empezaron a disponer de servicios que mejoraban las condiciones de vida de sus habitantes. A partir de los 80 fue llegando a los pueblos más atrasados el agua corriente, la red de alcantarillado, el arreglo de las calles, la mejora del alumbrado público, el teléfono. El progreso que estaba viviendo el país se notó también en ellos y la mejora en las pensiones y las ayudas a la agricultura y la ganadería procedentes de la Unión Europea hicieron que el nivel de vida aumentara y las casas se hicieran más confortables. Por todo esto en los años 80 los pueblos se renovaron y las condiciones de vida mejoraron radicalmente. En el libro podemos ver el mundo rural anterior al desarrollo, ya prácticamente desaparecido, y el mundo rural resultado del desarrollo y la bonanza económica y que atraviesa actualmente un momento muy delicado en que se juega su supervivencia. Se trata del pasado y el presente de los pueblos de la España Vacía. Yo aquí voy a tratar sobre ese mundo rural anterior al desarrollo, un mundo en el que yo no viví pero en el que sí estuve y por el que pasé porque mi edad me permitió llegar a ver sus últimas manifestaciones antes de que desaparecieran para siempre.

Entre lo urbano y lo rural hay diferencias evidentes, pero es la relación con la naturaleza, su acercamiento o indiferencia hacia el campo y el entorno, una de las más características. Un pueblo lo es porque vive en una relación continua con su entorno natural, más rural cuanto más estrecha. En un pueblo el entorno natural está al final de la calle y basta levantar la mirada de noche para ver las estrellas. La vida en una ciudad en cambio se desarrolla indiferente al entorno natural que la rodea, que suele estar siempre más allá de los edificios que se encuentra la vista en todo momento. -Los parques y las fuentes sirven para desahogar el alma y consolarla de la lejanía-. El mundo rural que reflejan las fotografías tiene una relación muy estrecha con el entorno. El campo está en la puerta de la casa y un poco dentro de ella. Los personajes de las fotografías de Navia están ante el campo, pero también están bajo él, cabe él, con él y contra él. Viven de él, desde él, en él y entre él. Hacia él, hasta él y para, por y según él. Viven so, sobre, tras, durante y mediante él. Viven en una comunión estrecha con sus lugares, de ellos extraen su sustento y los materiales con que construyen sus casas. En ellos desarrollan sus vidas. Si hace frío pasarán frío necesariamente y si hace calor lo sufrirán de la misma manera. Aquí el paisaje determina el paisanaje. Nada se interpone en el contacto de los habitantes de esos pueblos con su entorno.


Las casas están hechas con los materiales que han sacado de la tierra, de su tierra. La piedra, la pizarra, el yeso, la madera, el barro. Se ve poco plástico y menos aluminio. El tipo de construcción obliga a las ventanas a ser pequeñas y a las habitaciones a ser oscuras. Las casas están mal equipadas y las que están abandonadas nunca tuvieron agua corriente, saneamiento ni calefacción. No parece que las puertas encajaran bien alguna vez y que fueran capaces de mantener el frío afuera, por lo que no cuesta imaginar la gran incomodidad con que se debió vivir en esas casas buena parte del año. El fuego, el hogar, es elemento central. Es fuente de calor y de luz, en él se cocina y en torno a él se reúnen las personas o se vive la soledad. No es elemento ornamental. Las casas son sencillas, sobrias, sin espacio para lo superfluo. No hay apenas adornos porque prácticamente todo el esfuerzo se dedica a sobrevivir y el dinero tampoco sobra. Llama la atención el ornamento más frecuente en las casas que es el calendario de pared con publicidad. Con frecuencia aparecen varios, como si se necesitase contrastar la información que proporcionan. Los calendarios, además de servir para lo evidente, adornan y rompen el vacío de las paredes sin que haya habido que gastar un duro. También hay que ponerlo para no quedar mal con quien lo regaló, porque no se puede ser desagradecido.


Hay muchas casas abandonadas, y tabernas, iglesias y escuelas. En los pueblos el campo está en la puerta pugnando por entrar. 
Cuando la casa se abandona, la naturaleza se toma un tiempo que parece de cortesía antes de actuar. Si ese tiempo pasa y nadie vuelve, la naturaleza entra y se adueña. Empieza por abrir el tejado y romper las ventanas. La carcoma continúa el trabajo que empezó cuando la casa estaba todavía habitada, la temperie la agrede, las aves anidan dentro y las plantas trepadoras se cuelan por las grietas.


El mundo que describe el libro está casi desaparecido. Quedan algunos de sus habitantes, muy pocos. Estos hombres y mujeres vivieron el esplendor ya lejano de sus pueblos y vieron cómo sus paisanos se fueron poco a poco, unos a la ciudad y otros para siempre. Ellos se quedaron porque nunca quisieron irse o cuando pudieron no lo hicieron y ahora están atados al lugar por la costumbre, el apego o la falta de alternativa. ¿Dónde van a ir? Son los últimos pobladores de un mundo que se acaba porque no cabe en la mentalidad predominante hoy.
A menudo se les presenta como unos resistentes cuyo sacrificio sirve para que los pueblos y la cultura asociada a ellos no desaparezca. Yo no creo que haya nada épico en el quedarse ni creo que sean héroes por ello. Su acto carece de valor social, no son unos resistentes en defensa de los pueblos. Son unos resistentes que soportan las terribles consecuencias de una decisión personal o de la necesidad que les llevó a tener que quedarse y esto sí es heroico. Son héroes personales, pero no sociales, son héroes por la fortaleza de su carácter para afrontar una de las situaciones más duras que se le puede presentar a un ser humano y que es el aislamiento, por sobrevivir en un país que les da la espalda y los deja solos. El pueblo en sí no es nada, no merece el sacrificio de una vida para no abandonarlo. El pueblo no llora la ausencia de sus pobladores, son los pobladores quienes lloran por soledad y abandono. Pienso en Andrés de Casa Sosas, el personaje central de la maravillosa "La lluvia amarilla" de Julio Llamazares, En contra del título del libro, pienso que la tierra no tiene alma.

Se perdió ese mundo, pertenece al pasado y no lo lamento. Se trataba de una vida de renuncia, incómoda, demasiado volcada en la subsistencia, sin lugar a un desarrollo personal ajeno al oficio y con poco espacio para placeres que no participasen en llevar el pan a la mesa. “La vida que llevaban nuestros antiguos no es vida para llevar ahora”, dice un vaquero citado por el autor en la página 76. Esa vida hoy está descartada y creo que la pérdida de ese mundo es algo que lejos de lamentar hay que celebrar como un resultado del progreso económico y social que ha vivido nuestro país en los últimos 40 años y que ha proporcionado mayor bienestar a las personas. Me molesta el lamento del urbanita por los paraísos perdidos, un lamento que idealiza lo rural y lo visita como un parque temático antes de volverse a su cómodo alojamiento. Se perdió una cultura, se perdieron algunos pueblos, se perdió el mundo rural implacable con quienes lo habitaron y no lo lamento, porque por delante de todo están quienes sufren. Los pueblos siguen existiendo, la vida rural continúa, pero hoy se puede vivir en ellos con buenas condiciones, con casas bien equipadas y buenos servicios, protegidos por la cobertura social que asiste a todos los ciudadanos en este país. Una mujer anciana retratada por José María Navia en una foto muy hermosa dice:
“Para mi madre no hubo Dios. Ahora sí hay Dios, pero para ella no lo hubo. Viuda, con niños pequeños, teniendo que pedir y nadie le daba”.
http://jmnavia.blogspot.com/


Peñaranda de Bracamonte, febrero de 2020



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